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"Lo más serio posible"

Por Fernando de León

Esta entrevista se realizó la noche de un miércoles, luego de varios desencuentros en vista de lo complicado que se ha vuelto la agenda de Antonio Ortuño. Sucedió en las instalaciones de un Sanborns que todavía guarda un poco de respeto para los acosados fumadores, a pesar de no ser del agrado de mi entrevistado: “Ir al Sanborns es peor que ir a un concierto de Jaguares”, me confesó. Contra todo pronóstico, finalmente pude realizarle algunas preguntas.

Fernando de León: Antonio, después de tu tercer libro, que es una segunda novela, sin duda tus andanzas por la escritura se han perfilado ¿Estás buscando algo en la literatura o la vives de manera espontánea?

Antonio Ortuño: Escribo con irresponsabilidad. No intento las ecuaciones mentales que hacen otros: ni las torpes ni quizá tampoco las relativamente inteligentes. Me parece astuto que algunos se pregunten primero qué es lo que debe escribir un tipo de tal condición social, edad y tal región, dadas las circunstancias vitales en las que le tocó nacer y luego traten de escribir según lo que decidan... Hay gente que escribe pasando por ese cedazo de dudas. Otra, que es mucho peor, lo hace con una especie de obligación franciscana de sufrir en pos de la tradición que suponen que el destino les marcó, por haber nacido en cierta época o región: obligación penosa o admirable, en el fondo. Son como esas personas que dedican la vida a cuidar al abuelito o la tía sin dientes, sorda, a la que le falta una pierna y vive en un séptimo piso, en un edificio sin elevador. Incluso a ella hay quien vaya y la cuide. Así sucede con aquellos escritores que asumen que están ahí para continuar de manera indigna, pero sincera, lo que hicieron otros con más talento, en mejores momentos. Yo escribo cosas que se me ocurre que pueden ser divertidas y mi búsqueda se da más en términos de estructuras y lenguaje que sobre mi idea del alma de los personajes... Esas cosas me interesan en segundo o tercer plano. Lo que me importa es el discurso retórico, cómo se construye y cómo se estructura un discurso dentro del ritmo de una narración. La novela, desde mi punto de vista, se trata de controlar el tiempo y convertirlo en un ritmo verbal.

FdL: Entonces, ¿Recursos humanos fue escrito con esa necesidad que has expresado de plantearte un control del tiempo y del espacio en el relato, o primero lo escribiste de un tirón y luego lo fuiste trabajando? ¿Cómo fue?

AO: No, en realidad lo que hice con Recursos humanos, y lo que suelo hacer cuando escribo, fue soltar primero la mano, escribir buscando la voz narrativa apropiada, crear esa voz narrativa, hacer que hablara. Una vez que encuentro la voz de la narración, la que coincide con lo que quiero construir, comienzo. Pero siempre a partir de esa voz. Para planteártelo en otros términos, lo que me digo es algo como: “Este personaje dice tal o cual barbaridad, ésta es su lógica, por lo tanto él tiene que ser de tal modo, tiene que verse de tal manera, comportarse así o asado”. Sus ideas sobre tal o cual asunto van a corresponder a la manera en la que habla, pero lo primero que me preocupa es cómo va a hablar. Lo que el lector va a percibir es eso: el discurso del narrador, todo lo demás es tramoya y es invisible, o al menos el lector no lo nota simultáneamente. Una historia es una serie de acontecimientos sucesivos, pero el discurso está ahí todo el tiempo. Vas llevando al lector a través del discurso: por lo tanto no es una herramienta, sino el fin mismo del texto. Lo que busco es que me satisfaga la prosa, la voz que narra. Construyo así el resto de las características de los personajes e incluso la esencia anecdótica de la historia. Nunca tracé primero un mapa de lo que iba a escribir.

FdL: Recursos humanos contiene, entre otras, la historia de un rencor. Cuando la novela comienza ya existe el odio por Constantino y conforme avanza la trama vas dándole ciertas vivencias o características a Gabriel que parecieran justificar su odio no sólo a Constantino, sino al mundo. ¿Una vez que te planteaste que tu novela iba a tratarse sobre el rencor fuiste dándole a tu personaje circunstancias, como el hecho de que su padre no lo quisiera, para explicar su actitud?

AO: Yo haría un matiz: no es una novela sobre el rencor, es una novela en la que el rencor es el vehículo verbal y psicológico del personaje, pero en realidad es una novela sobre cómo se trepa laboralmente, sobre cómo las personas construyen un discurso que las victimiza y, basadas en ese discurso, son capaces de realizar las peores atrocidades, pasando como víctimas. Eso es lo que hace Gabriel, el protagonista. Si yo narrara desde un punto neutral lo que hace Gabriel, desde luego que sería el villano del libro. Veamos: le quema el carro al gerente, cuando el gerente es en realidad una mejor persona que él. Algunos lectores ven a Gabriel como una víctima y terminan hablando de la injusticia social o de la precariedad del mundo laboral que, claro, son subtemas importantes en el libro. Y caen en la trampa porque muchas cosas que dice Gabriel son perfectamente razonables, porque él básicamente es un retórico, pero lo que está haciendo es justificar atrocidades. Este es un mecanismo que me interesaba particularmente, porque durante mucho tiempo, de una manera casi amateur, he estudiado discursos políticos. Y muchos de ellos coinciden con este mecanismo. En la contraportada dicen los editores que Gabriel es “una guerrilla de un solo hombre” y creo que eso se corresponde con uno de los ejes fundamentales del libro. Gabriel es un movimiento político de un solo hombre cuya finalidad es el éxito laboral y el ascenso. La novela es el discurso justificativo de Gabriel y él, desde luego, deliberadamente proporciona datos que justifican lo que hace: “mi padre no me quería como yo hubiera deseado”, “tengo una hermana imbécil que murió”. Todas estas cosas terribles, que humanizan de alguna manera a Gabriel, son las que terminan justificando la serie de barbaridades que hace. Pero, llanamente, Gabriel es un arribista que hace cerdadas para ascender en el trabajo. Me interesaba ese mecanismo y por eso lo puse en práctica en el libro.

FdL: La violencia física no está de una forma protagónica, ¿qué espacio tiene realmente la violencia en Recursos humanos?

AO: Me interesa desde pequeño, y por muchas razones, la estética de la violencia. Habría que dejarle a un psicólogo la explicación del porqué. Mi deporte favorito es el futbol americano, que se trata de darse de tortazos. Lo he dicho muchas veces en broma pero es cierto: si en una película no hay batallas, me aburro terriblemente. Seguro es el colmo de la sutileza: prefiero ver romanos de utilería destrozando a falsos cartagineses que las obras completas de David Lynch. A la vez, no quería que la novela fuera simplemente un texto que hilara brutalidades, pues se anularían unas a otras y no conseguiría el efecto que esperaba. Quería, sí, una tensión a través del lenguaje, una tensión verbal que expresara violencia. Por eso, el libro me parece más violento en los párrafos más retóricos, más violento cuando no está sucediendo nada que cuando suceden los dos o tres momentos de crispación de las acciones.

FdL: El sexo es otro tema tenebroso en el argumento, es como un invitado tras bambalinas: no hay una escena sexual explicita y sí hay muchas referencias a la búsqueda de lo atractivo, hay adúlteros y hay prostitutas…

AO: El sexo dentro del libro es utilizado como otra de las posibilidades de ascenso. Toda la gente calcula sus relaciones en ese sentido con la excepción de Paruro, el amigo de Gabriel, que está obsesionado con las mujeres feas y eso es lo que termina cercándolo y acarreando su caída. Él es el único que afronta con humanidad el asunto.

FdL: Se da una fuerte caga bíblica, que es clara y está anunciada, ¿hay una fascinación en ti por los grandes poemas épicos?

AO: Libros como la Biblia, la Ilíada, los momentos literarios más altos de las civilizaciones, son modelos de estilo. Han fecundando la literatura a su alrededor durante cientos, miles de años. Hay una serie de resonancias muy particulares en las palabras de la Biblia. Resuena a Milton, a Shakespeare, a Withman, a Borges. La Biblia resuena a todo porque es un hecho cultural que ha chocado contra todo a su alrededor. Nietzsche mismo, que era un furibundo anticristiano, como estilista era deudor del Antiguo Testamento. Me gusta la Biblia, particularmente el Antiguo Testamento, del cual me guardé lo que me interesó y lo pervertí para mis bajos fines. Parte de la crítica, que francamente me da risa, ha dicho que mis libros son declamatorios, cosa que agradezco: el lenguaje oral me parece paupérrimo y sólo me resulta interesante cuando logra retorcerse, de algún modo, para ser otra cosa. El lenguaje al que generalmente recurrimos al hablar no es literario, revela muy poca actividad mental y ahí está el problema: está construido con lugares comunes, con ideas y términos asumidos entre interlocutores. Transcribir lo que se oye en la calle es el sello del pésimo escritor. Mi estilo, si tal cosa existe, surge de la fricción entre un sentido libresco del lenguaje, casi escénico y, por otro lado, cierta vitalidad. Dicho de modo sencillo: en mis libros pasan muchas cosas. Me aburren muchísimo los libros en los que apenas transcurre el lenguaje como tal, como un fenómeno estático; libros donde no pasa nada. Esa no es narrativa.

FdL: La buena recepción por la crítica de El buscador de cabezas, el interés en España por tu libro de cuentos Jardín japonés y el éxito que tuvo Recursos humanos como finalista del premio Herralde y que inmediatamente te llevó a estar en el catálogo de la editorial Anagrama, ¿cómo te tomó todo esa bonanza?

AO: Son cosas que trascurren en lugares diferentes. Me tomo en serio como escritor en el momento en que escribo. Entonces trato de ser lo más serio posible. Claro, me divierto, pero me tomo en serio escribir, reflexionar, cursar alguna de las múltiples etapas que representa la creación: releer, cavilar, corregir. Quizá padezca cierta esquizofrenia al respecto, pero no creo que sirva de mucho poner cara de escritor afligido cuando voy a la cremería. Como porrista de mí mismo, me da mucho gusto que me vaya bien; como escritor, no creo que tenga ninguna importancia lo que suceda alrededor de mis textos. Trato de que no me afecte, no siento ninguna clase de compromiso con esas idea de “ahora, tengo que escribir un libro mejor o más serio o más popular”. Todas esas emanaciones se dejan para la especulación, la grilla y los blogs de los otros. Realmente no me apura, ni como escritor ni como persona a quien le ocurren estas cosas. Si me va bien, pues me da gusto, me maravillo. Sería estúpido decir que sufro muchísimo por estar en una editorial que me gusta. Francamente, no. No siento ninguna clase de culpa.

FdL: ¿En qué medida ser finalista del premio Herralde te sumergió en el ámbito editorial, no sólo del país sino internacional, y te dio acceso a un mundo al que quizá no habías entrado antes: de agentes literarios, incluso de fiestas, que puedan parecen ajenas a la rutina de un escritor?

AO: Los escritores, tristemente, tienden a comportarse como agentes de seguros. Hacen convenciones para conocerse unos a otros, se cuelgan plaquitas con sus nombres, se unen en grupos de cinco, quince o veinte, se toman fotos, se preocupan por quién tiene su misma edad o no (yo intenté lanzar un grupo de escritores de signo leo, pero no tuve éxito, porque ya estaban todos comprometidos en grupos de edad o género o hasta orientación sexual). Y luego, ya que se conocen, los escritores descubren que se odian unos a otros, sí, son cosas que suceden. Trato de que mi vida corra lo menos perpendicularmente posible a ese tipo de cosas. Lo mismo conoces gente detestable que gente agradabilísima. Y en ese sentido también me parecería estúpido negarte a la posibilidad de conocer gente inteligente, interesante, incluso a permitirse alguna afinidad con ella. Yo he conocido gente, en encuentros o en fiestas, con quienes he tenido luego buena amistad. Afortunadamente, sin embargo, la mayoría de mis amigos no son escritores.

FdL: ¿Te imaginas a tu lector?

AO: No pienso en lectores cuando escribo, sino en cómo debería quedar el texto. Supongo que, con ánimo sociológico, podría aventurarme a decir que mis lectores son de mi edad o más jóvenes, porque seguramente lo que escribo no tiende a entusiasmar viejitos poderosos, ni lo procuro. Hay escritores que sacrifican sus mejores años en aras de que los viejitos poderosos los lean y aprecien. Además de una vileza, aquello es un error estadístico: uno necesita tener escritores más jóvenes porque son los que van a sostener tu vejez. Es estúpido buscarte lectores que van a morir cuatro decenios antes que tú. Pero bueno: yo no discrimino lectores. Uno tiene que ser ecuménico. Mientras te lean, que te lea el que sea, incluso Salinas de Gortari, si se da la oportunidad. O Satán en persona. Pero no es una especie de sueño húmedo. No digo: “¡Ah, el día en que se me aparezca Rubem Fonseca!”. Tengo cierto pudor al respecto. Alguna vez entrevisté a Martin Amis, uno de los mejores novelistas del mundo, y lo último que se me hubiera ocurrido decirle habría sido algo como: “Señor, soy escritor, aquí le dejo mi libro, lo traduzco para usted, si quiere. ¿Me deja darle un beso?”. Lo entrevisté porque quería hacerle algunas preguntas que tenían más que ver con la técnica literaria que con el periodismo y nada en lo absoluto con el culto a su personalidad. Si alguien a quien uno respeta elogia lo que escribes, pues te sientes bien y ya. Bueno, en momentos negros, cuando alguien hable pestes de ti, puedes sonreír discretamente y decirte: “Pues sí, pero mi novela le gustó a Vila-Matas, y tú sólo tienes un blog, pendejo”.

FdL: ¿Apoyas la idea de que un escritor debe buscar plasmar su lado siniestro?

AO: Creo que a estas alturas de la civilización ganaríamos mucho si los escritores se pusieran a buscar luces en lugar de oscuridades, ¿no? A lo mejor le estoy tirando piedras a mi tejado, pero ya es demasiado fácil narrar bestialidades. Lo que es difícil en este momento creo, es hacer un buen personaje con rasgos de nobleza. Escribir hoy día un buen libro épico, capaz de satisfacer nuestro escéptico espíritu, me parecería un logro. Ahora mismo, algo así es lo que estoy interesado en escribir.

FdL: Hay un proceso en todo lector de identificación, ¿te preocupa que en tus novelas se vayan a identificar con el arribismo, con el rencor, con un conflicto sexual, con ruindades y que esa sea su ganancia?

AO: Descubrirse ruin o descubrir que le da alegría la ruindad, reconocerse en esa ruindad, es una emoción posible para un lector… Y quizá no sea del todo ingrata… Yo tengo el postulado de que la literatura, en el fondo, debe provocar felicidades. Me antipatizan los que hablan de literatura como si hablaran del cáncer de colon. Muchos de ellos, ciertos apologistas de Samuel Beckett, por ejemplo, olvidan que él era un escritor esencialmente divertido. Hablar de escoria humana, sufrimiento, este tipo de cosas, será entretenido, pero también nauseabundo y miserable. Pienso que un escritor debe complacer a sus lectores, pero de una manera que ellos no sabían que podían ser complacidos. No apelando al consenso sentimental, porque lo que el consenso establece que a la gente le guste Chespirito, aspira al mínimo común denominador: todos somos Ángeles Mastretta, todos somos Gabriel García Márquez, todos somos Topo Gigio. Es un poco injusto y carnicero homogeneizar a García Márquez con Mastretta (y pobre de Topo Gigio), pero el hecho es que es fácil que alrededor de una estética se dé una cierta cursilería, un consenso verbal que siempre tenderá a ponerse meloso. Hay que huir de eso.

FdL: Finalmente, en este momento ¿cuáles son tus prioridades?

AO: Quiero escribir libros de los que no tenga que arrepentirme después. Por eso tardé muchísimo tiempo en publicar. Cuando dicen que soy un escritor joven y que empecé a publicar en la infancia casi, bueno, no es cierto, empecé a los treinta años. Lo hice así porque hasta entonces escribí un libro que quedó lo mejor que podía. Me preocupa la dignidad estética de lo que escribo. En el lenguaje, los acontecimientos y los personajes. Un buen satírico no convierte en mierda lo que toca, sino que lo pone en perspectiva, se burla de ello, pero de alguna manera también lo realza. No me parece inteligente escupir con ira adolescente sobre la vida porque es demasiado simple hacerlo, para eso están los hombres-alfombra de los OXXO, para decirte que la vida es un asco. En realidad, aunque la vida sea deprimente, la literatura no tiene por qué serlo. Debería ser sugestiva, estimulante, debería ser una celebración de la vida. Una celebración fúnebre, si se quiere, pero celebración al fin.

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